El tema del narcotráfico cuenta con varias aristas que trastocan diversos ámbitos de la sociedad, lo que tiene que ver con sus efectos y consecuencias en otros estados del país ciertamente es visibilizado por reportajes, ensayos, novelas, documentales, el cine de ficción. Aunque algunos de estos proyectos son más afortunados que otros, de alguna manera todas esas historias añaden un punto más a la reflexión de lo que está pasando en México a raíz de un tema que no cesa.
Noche de fuego (2021) de Tatiana Huezo es una de esa historias que estrujan, y que si bien, como lo dice la realizadora, el cine no puede cambiar la realidad sí la expone para darnos cuenta que el efecto del narcotráfico sigue tan vigente como hace más de dos décadas.
El filme, basado en la novela de Jennifer Clement, Ladydi en su traducción al español, narra la historia de Ana, una niña-adolescente que vive con su madre Rita en un poblado de Guerrero. El narcotráfico se ha instalado en este pueblo para llevarse a las jóvenes y ponerlas al servicio de la trata de blancas. Por esta razón Rita y otras madres ocultan a sus hijas, vistiéndolas de niños y cavando agujeros en el piso para esconderlas cuando hay peligro de ser raptadas.
Tatiana Huezo ha apostado por la nula exposición de escenas violentas, es decir, no por las que llegamos a ver en series como Narcos México o alguna otra cinta sobre el tema. La forma que elige la directora es la de mostrar a la violencia como una especie de animal silencioso, ponzoñoso y rastrero parecido a los que viven en la montaña. Ese animal-violencia está acechando.
Las primeras escenas donde las madres llevan a sus hijas a ser casi rapadas, para eliminar esos rasgos femeninos, no hacen más que quitar una parte de la personalidad de esas niñas. Cuando Ana pierde su cabellera, llora con rabia, con impotencia, mientras su madre le dice que es por su bien. En la novela de Clement, la protagonista Ladydi García cuenta que su madre le pinta los dientes con marcador amarillo o negro, para hacerlos parecer dientes podridos, le dice su madre: “No hay nada más asqueroso que una boca puerca”, así trata de protegerla.
Noche de fuego funciona así, a través de los silencios de los personajes y los ruidos exteriores, donde podemos imaginar como espectadores lo que está sucediendo. Nunca vemos los rostros de los agresores, no es necesario, ya los hemos visto en todas partes. Lo que hay que observar es el fenómeno, casas vacías, saqueadas, donde la agresión ha sido perpetuada. Mujeres solas, porque los esposos han ido al otro lardo a buscar mejor fortuna. Jóvenes que aparecen asesinadas entre la hierba y que remiten a lo narrado por Sergio González Rodríguez en Huesos en el desierto sobre las muertas de Juárez.
Las escenas de este filme son poéticas y recuerdan el trabajo documental de Tatiana Huezo, El lugar más pequeño (2012) y Tempestad (2016). Imágenes de la maleza y sus insectos; de un puñado de pobladores en el cerro tratando de obtener señal para comunicarse con el exterior, la explosión de una montaña y el trabajo diario de los pobladores entre el polvo y los campos de amapola; las sesiones telepáticas de Ana y sus amigas cual jóvenes brujas tratando de protegerse; pesticidas cayendo del cielo como si lo que está en la tierra no fuera suficiente.
La película de Huezo nos recuerda al más puro estilo del coming of age, la rudeza y casi obligación de pasar de la adolescencia a la adultez con vertiginosidad, como es el caso de los filmes Voces inocentes (2004) de Luis Mandoki y Cómprame un revólver (2018) de Julio Hernández Cordón. Lo que hay en Noche de fuego es el terror y horror de lo que no podemos ver, eso que acecha sobre la oscuridad, eso que sigue hiriendo a nuestro país sin que haya mucho por hacer.